
El origen de las posadas en México está anclado en la memoria profunda de un territorio que aprendió a celebrar la espera. Antes de que la palabra Navidad llegara en boca de frailes y cronistas, diciembre era un mes marcado por ceremonias indígenas en honor al movimiento de los astros, al advenimiento del sol joven que nacía tras el sol viejo de invierno. En ese territorio ritual, hecho de ofrendas, cantos y peregrinaciones, los agustinos y franciscanos hallaron fértil el terreno para el nacimiento de un niño en Belén. A partir del siglo XVI, en pueblos como San Agustín Acolman, se instituyó una liturgia pública para evangelizar: nueve días de letanías que anunciaban a José y María buscando hospedaje.
La posada se volvió entonces un teatro devoto. La procesión nocturna, con sus velas encendidas perforando la penumbra, era una catequesis viva: los peregrinos entonaban versos humildes, se detenían frente a una puerta, tocaban, suplicaban posada y esperaban la negativa ritual. Esa dramaturgia —repetir el rechazo antes de obtener abrigo— enseñaba caridad y ofrecía al pueblo un acto colectivo, casi performativo, donde la fe se hacía cuerpo. Al final, la puerta se abría y la comunidad celebraba la hospitalidad como si fuera redención.
Pero México no recibió la posada solo como dogma. La recreó en clave sensorial. A la solemnidad cristiana se sumaron la pólvora convertida en luces festivas, las frutas de temporada perfumando la noche fría, las piñatas elevadas como astros coloridos y golpeadas con un fervor que pretendía vencer los pecados. En las ollas de barro hervía el ponche, mezcla de caña, tejocote, manzana y canela, destilación del paisaje.
Con el tiempo, la posada trascendió al templo y se volvió barrio, vecindad, casa abierta. La Nación encontró en ella un pretexto para narrarse como comunidad: nadie queda fuera, nadie duerme a la intemperie. Es un rito de pertenencia. Lo que fue catequesis terminó siendo defensa de lo colectivo: aguantar el frío juntos, cantar juntos, romper juntos el contenedor de la escasez y dejar que lluevan dulces como símbolo de abundancia posible.
Hoy, cuando la modernidad corre y el calendario apenas alcanza a explicarnos, las posadas funcionan como recordatorio: todavía podemos pedir abrigo, todavía alguien puede abrir la puerta. En México, diciembre no es clausura; es promesa.

