Santuario de gigantes del mar: el corazón que late en Baja California Sur

Aun estamos a tiempo…
Se marcharan en una semana…
Porque el encuentro con la ballena gris no es un espectáculo: es un rito. Un viaje al alma de la naturaleza. Una revelación. El tiempo se detiene. El corazón late fuerte. Las diferencias humanas se diluyen. Nos comunicamos con sonrisas, exclamaciones, miradas que brillan. En alta mar, todos hablamos el idioma del asombro… el de la comunión.
En el remoto y vasto mapa de la península de Baja California Sur, donde el mar y el desierto se funden armoniosamente se alza uno de los tesoros naturales más asombrosos del planeta. En 1993, la UNESCO reconoció como Patrimonio Mundial de la Humanidad: la Reserva de la Biosfera El Vizcaíno, un santuario que no sólo alberga vida, sino que la celebra con cada oleaje, con cada aleteo, con cada salto de ballena.
Esta área, de más de 2.5 millones de hectáreas, es mucho más que un refugio: es el corazón mismo de la migración de la ballena gris. En invierno, recibe al mayor contingente de esta especie a nivel mundial, envolviéndolas con sus aguas cálidas y salinas, únicas en su tipo, cargadas de memorias ancestrales y rutas milenarias. Aquí, más de 25 especies de plantas marinas entrelazan su existencia con aves, mamíferos, reptiles e insectos en un concierto natural que no se repite en ninguna otra parte del planeta.
Entre diciembre y abril de 2025, las lunas templadas invitan a acampar bajo el manto estelar. Es la temporada de los nacimientos. Por siglos, estas costas han sido cuna y kinder de los ballenatos, que al nacer miden entre 4 y 6 metros y emprenden desde sus primeros días un proceso de enseñanza vital para su supervivencia. Su madre, guardiana de antiguos secretos del mar, los amamanta, los orienta, les enseña el arte de vivir y resistir!
En la Bahía Magdalena, la experiencia se vuelve mística. La lancha se adentra mientras el viento fresco roza los rostros. Delfines, lobos marinos se asoman curiosos, casi ceremoniosos, como si saludaran a quienes llegan a honrar a las ballenas. El guía, un hombre curtido por el mar y por el tiempo, sonríe y señala: ahí, entre las dunas blancas y el cielo azul que recuerda a los algodones de azúcar de feria, y aparece la primera!
Una joven ballena salta tímidamente, pero una ola mar adentro —quizá una advertencia maternal— la hace retroceder. Silencio. Se apagan los motores. La madre se perfila con su sombra majestuosa y reaparece en otra dirección, salta y salpica, se deja ver. No hay palabras. Sólo asombro.
Las ballenas no viajan solas. Se agrupan como en una procesión sagrada: primero las embarazadas, luego las hembras listas para concebir, los machos adultos y, al final, los jóvenes. Son familia. Son comunidad. Son ejemplo.
Ellas recorren entre diez mil y dieciséis mil kilómetros desde Alaska hasta estas aguas que eligen para amar, dar vida y enseñar. Lo hacen año con año, aunque el cambio climático ha empezado a alterar su calendario. Expertos han alertado sobre una disminución en su arribo en los últimos tres años. Cada ballena que no llega, es una historia que no se escribe. Es una vida menos. Es una alarma más de la depredación humana. Favor de no tocarlas!
Y sin embargo, ahí están. Volviendo. Enseñándonos. Con cada salto nos recuerdan que la naturaleza es sabia, que hay que ser puntuales para asistir a los milagros, que hay que detener el paso para contemplar y meditar. Porque las ballenas son maestras del viaje, del esfuerzo, de la memoria, del amor. Son mexicanas por decisión, no por decreto.
Y tal vez —sólo tal vez— también nosotros, migrantes de esperanza, náufragos de sueños, estamos hechos de lo mismo: del impulso de buscar lo mejor para nuestros hijos, para nosotros aun a riesgo de todo. Naveguemos!