Profesores indefensos ante padres y gobiernos sin alma. Un llamado urgente a autoridades, ONG, padres y comunidades

He recorrido algunas secundarias y preparatorias públicas de Los Cabos, Baja California Sur, realizando trabajo de campo. En cada pasillo, en cada salón, la misma escena se repite: prefectas, profesores y psicólogas coinciden en un diagnóstico que suena a advertencia —adolescentes y niños cada vez más rebeldes, confrontativos y agresivos.

Detrás de ellos, un entorno familiar resquebrajado: padres ausentes, desconectados de sus hijos y, en no pocos casos, irresponsables. Padres que delegan todo en maestros, cuidadores y autoridades, mientras se deslizan —cansados o indiferentes— por vidas desordenadas que terminan extendiendo su sombra hacia el futuro de los menores. “Parias andantes”, me dijo alguien con crudeza, reflejando el temor de que este abandono silencioso termine convirtiéndose en amenaza social.

Platiqué con Valentina, maestra de primer grado en la secundaria Mijares, en San José del Cabo. La encontré con la mirada cansada, como quien carga un peso que no se ve.

—¿Cómo estás? Te noto agotada, preocupada…
—Sí… es que el día a día se siente larguísimo. Los chavos están muy rebeldes. Los enviamos con prefectura, se calman un rato… y al poco tiempo vuelven a pelearse, a levantarse, a gritar.

Le pregunté si pensaba que las redes sociales o los celulares influían.
—También —me dijo—, pero esto viene de más atrás.

—¿Sientes que están aprendiendo?
—No, nada. Toda la clase es una batalla: mientras separo a unos que se golpean, otros se levantan y hacen desorden. No escuchan, no obedecen… es un cuento de nunca acabar.

Algunos maestros ya han renunciado. La fatiga emocional se les nota en el cuerpo, en la voz.
—Venimos con ánimo —explica Valentina—, pero cada vez es más difícil. Sus padres no ayudan; quieren que nosotros carguemos con toda la educación, pero eso es imposible.

Los adolescentes llegan marcados por peleas entre sus propios padres, por separaciones confusas, por un ir y venir de casas en las que nadie parece tomar el timón.
—¿Quién manda? ¿Quién los guía? —me dice Valentina—. Vienen distraídos, desorientados… cada vez es más pesado. Ya no podemos con todo.

Le pregunté si un mayor apoyo psicológico serviría para detectar casos de hiperactividad o déficit de atención —condiciones que, sin ser enfermedades, pueden volverse dolencias graves si no se atienden.
—Sí —respondió sin dudar—. Ayúdenos.

En un jardín de niños escuché otra historia que condensa el malestar de estos tiempos: un pequeño de cuatro años que golpeaba a sus compañeros. La directora acudió al salón para hablar con él. Al ponerse en cuclillas, el niño intentó pegarle en la cara; ella alcanzó a detenerle la mano, pero no la cabeza. En un instante, el pequeño le dio un cabezazo que le abrió el labio.

La directora llamó a la madre. Una doctora ocupada que respondió que no podía hacer nada, que quien se encargaba del niño era la cuidadora. Era la segunda escuela de la que lo expulsaban por indisciplina. En esta, la directora decidió no correrlo, pero el mensaje quedó flotando: sin intervención, sin un adulto que realmente lo cuide, ese niño llegará a la secundaria convertido en otro adolescente iracundo.

¿Llegará así ese pequeño de cuatro años a las aulas de Valentina?
Me temo que sí.

Y ese temor —esa alarma que ya suena en los patios escolares— debería despertarnos a todos: autoridades, familias, comunidades enteras. Porque los maestros están quedando solos. Y un maestro solo es la primera grieta en un futuro que podría romperse.

Hago un llamado internacional a la conciencia, a la responsabilidad, a la disciplina, al bien común, que la comunidad debe proveer, como en Escandinavia a las niñas y niños desprotegidos sin importar su situación económica porque estamos viendo que los grupos del crimen reclutan a estos seres indefensos para esparcir su rencor, odio, descontento contra quienes han tenido mejores oportunidades.

Debemos rescatar desde ya a infantes, adolescentes y jóvenes de estos criminales.

Sandra Ricco